Un tulipán al final del pasillo

Como una gota de luvia fría que busca encontrar un buen lugar en un cristal y que sin quererlo así, es luego arrastrada por otra que viene detrás de ella; formando así, un solo camino de humedad que se ha consumido antes de llegar al pie del cristal.

Como un perro que ha encontrado un buen lugar para hacer sus cosas perrunas como olfatear, rastrear o simplemente sus necesidades y que luego es halado desde la correa por su dueño para seguir la marcha.

Como las sombras al atardecer, estirándose y difuminándose cada vez más; totalmente sin permiso, por el sol que quiere dar por concluido el día.

Así como cuando eran apenas un par de semillas y su hermano mayor le comentó que algunas nacen para quedarse en los pasillos, mientras que otros nacen para más. Así se sentía Guillermo, el tulipán; desde ahí, desde su florero negro con brillos que la señora de la casa elaboró en algún curso de manualidades.

Él quería más.

Él quería arrancarse a sí mismo como la hiedra que se adhiere y enreda en el muro de una casa, pero que cierto día es removida para redescubrir el color de la pared.

Quería desdoblarse.  Quería poderle mentir a su corazón.

Miraba a su alrededor, todo tan calmado. Recibía su agua dos veces al día. Tenía el suficiente campo abierto para poder admirar y perseguir al sol desde que llegaba por la mañana hasta que se quedaba dormido al atardecer. De vez en cuando incluso le cambiaban la tierra y le daban esas bolitas color celeste que saben tan bien. Todo está bien, jamás se quejaría de todo esto que tiene y le agradecía al cielo cada día por esto…. pero faltaba algo.

¿Qué podría ser?

Y más importante, ¿por qué se sentía como la gota de lluvia, el perro y por qué recordaba lo que su hermano le dijo sobre salirse del pasillo?

(¿Qué será de su hermano ahora?)

No fue suficiente

No lo entiendo.

Creí hacer todo bien. Cada detalle. Pero quizá no fue suficiente.

El clima era agradable. Encontré el rincón más romántico de este reino, el cual tenía una vista única y hermosa. Todo tipo de colores a diestra y siniestra. Auroras boreales de más de trece mil doscientos veintitrés colores. Trece, nuestro número favorito.

La llevé con un gran entusiasmo apresado entre mis puños. Sus ojos vendados para que la sorpresa e impacto fueran mayores. Le descubrí los ojos, contempló la vista y le gustó. Pero nada más. Sólo le gustó.

Tratando de rescatar el momento, saqué de su escondite a diecinueve de sus flores favoritas y de su color favorito; cada una de ellas con exactamente veintiséis pétalos. Después de tantos años de admirar y contemplar su rostro, pude detectar una sonrisa que no era del todo real al momento de tomar las flores.

Dentro de mí, comenzaba a apagarse la fogata que, no importa qué, al día siguiente, después de un sueño, volvería a encenderse y a crecer más. Pero en ese justo momento, mientras mis puños se abrían poco a poco, mi garganta se cerraba, acortándole el oxígeno a esta fogata.

Avanzamos un poco y cruzamos a la izquierda. Nos esperaba nuestra comida ya servida, la cual estaba seguro que le iba a encantar pues era su favorita. Obviamente no la preparé yo pues conozco mis limitantes en el arte culinaria. Nuestra mesa estaba rodeada de las estrellas del cielo. Estoy seguro que eran todas pues las conté una a una al bajarlas.

Creo haber pisoteado alguna de ellas al dirigirnos a nuestra mesa. Juro qué fue un accidente.

Se me acababan los trucos y las sorpresas. A esas alturas, dentro de mí sólo quedaba una llama del tamaño de una vela. La brisa de la montaña la hacía temblar y tambalearse. Cenamos y aquellos puños nerviosos que cargaba al iniciar la velada, no eran más fuertes ni rígidos que las ramas de los árboles sobre nosotros.

Terminó nuestro encuentro y nos despedimos. Un beso en la mejilla y un gracias que traduje como un buen intento.

Cuando salió de mi vista, los puños regresaron. Pero no era entusiasmo ni ansias lo que apresaban.

Con esos puños recogí todo, lo ordené y lo regrese a su lugar. La mesa, los platos y cubiertos. El mantel. Las flores que de seguro olvidó al lado de la mesa. Las estrellas. Las conté de nuevo y sí, eran todas. Confirmé mi sospecha previa: había pisoteado una.

No la pensaba devolver. No por miedo a que alguien se diera cuenta y me culpara. Sino porque no merecía ser exhibida así, en ese estado. Prometí cuidarla desde esa noche.

Quizá todo el tiempo se trató de vulnerabilidad. No lo sé.

Lo que sí sé es que no fue suficiente.