Bajo el foco

El silencio en la bodega parecía más solemne que de costumbre.

Don César encendió las luces y comenzó la ronda —ronda que decidió hacer porque el licenciado no se había  ido aún; de lo contrario, y con suerte, la haría cerca de la media noche. Cada paso rompía momentáneamente el silencio, esparciéndose rítmicamente  por los cien metros cuadrados que encerraban computadoras y otras cosas de las que el guardia entendía poco.

MEMORIAS RAM decía un rótulo al inicio del segundo pasillo. Don César lo pronunciaría MEMORIAS RAN aunque le corrigiesen una y mil veces. Él culparía a los sesenta y algo años que lleva sobre sus espaldas y a los estudios que dejó ignorados allá atrás.

Cruzó hacia el siguiente pasillo, ya iba por la mitad de ellos. DISCOS DUROS —Ese sí estaba fácil de leer. El foco al final de ese pasillo parpadeaba rápidamente, parecía nervioso. Don César le escuchaba zumbar. Si le informaba al licenciado que el foco necesitaba cambio, sería la tercera vez en las últimas dos semanas. Que mejor le diga alguno de los muchachos de ventas; de todos modos, rara vez venía a dar rondas en la noche. En lo oscuro. Era su trabajo pero prefería evitarse malentendidos en caso se llegara a perder algo. El foco zumbaba —casi gritaba— con más fuerza a medida que el guardia se acercaba. Sigue leyendo «Bajo el foco»

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Náufrago (La Excusa)

Su mano, sucia y deformada por tantas cicatrices, alza débilmente la cantimplora y la agita. Se ha quedado sin agua. Dentro de sí, se ha quedado sin esperanza.

Por una vez, no le molesta el alejarse de la playa para ir por agua dulce. Levanta la vista y suspira hacia su diario visitante, el sol, mientras trata de recordar. Las palabras meses, semanas, años y horas significan algo. Cada rostro que ve en su cabeza pertenece a alguien. Pero solo está seguro de uno, de ese que jamás podría olvidar.

Un barco a lo lejos le saca de su inútil ejercicio mental. Su sonrisa resucita y revela una incompleta y muy maltratada dentadura. Lágrimas son expulsadas de sus ojos mientras cojea hacia la orilla. Pero, ¿Qué dirá? ¿Cuál será su excusa para haberse subido al barco que le dejó naufragando?

Entonces, retrocede lentamente mientras el barco continúa su rumbo.

Un tulipán al final del pasillo

Como una gota de luvia fría que busca encontrar un buen lugar en un cristal y que sin quererlo así, es luego arrastrada por otra que viene detrás de ella; formando así, un solo camino de humedad que se ha consumido antes de llegar al pie del cristal.

Como un perro que ha encontrado un buen lugar para hacer sus cosas perrunas como olfatear, rastrear o simplemente sus necesidades y que luego es halado desde la correa por su dueño para seguir la marcha.

Como las sombras al atardecer, estirándose y difuminándose cada vez más; totalmente sin permiso, por el sol que quiere dar por concluido el día.

Así como cuando eran apenas un par de semillas y su hermano mayor le comentó que algunas nacen para quedarse en los pasillos, mientras que otros nacen para más. Así se sentía Guillermo, el tulipán; desde ahí, desde su florero negro con brillos que la señora de la casa elaboró en algún curso de manualidades.

Él quería más.

Él quería arrancarse a sí mismo como la hiedra que se adhiere y enreda en el muro de una casa, pero que cierto día es removida para redescubrir el color de la pared.

Quería desdoblarse.  Quería poderle mentir a su corazón.

Miraba a su alrededor, todo tan calmado. Recibía su agua dos veces al día. Tenía el suficiente campo abierto para poder admirar y perseguir al sol desde que llegaba por la mañana hasta que se quedaba dormido al atardecer. De vez en cuando incluso le cambiaban la tierra y le daban esas bolitas color celeste que saben tan bien. Todo está bien, jamás se quejaría de todo esto que tiene y le agradecía al cielo cada día por esto…. pero faltaba algo.

¿Qué podría ser?

Y más importante, ¿por qué se sentía como la gota de lluvia, el perro y por qué recordaba lo que su hermano le dijo sobre salirse del pasillo?

(¿Qué será de su hermano ahora?)

No fue suficiente

No lo entiendo.

Creí hacer todo bien. Cada detalle. Pero quizá no fue suficiente.

El clima era agradable. Encontré el rincón más romántico de este reino, el cual tenía una vista única y hermosa. Todo tipo de colores a diestra y siniestra. Auroras boreales de más de trece mil doscientos veintitrés colores. Trece, nuestro número favorito.

La llevé con un gran entusiasmo apresado entre mis puños. Sus ojos vendados para que la sorpresa e impacto fueran mayores. Le descubrí los ojos, contempló la vista y le gustó. Pero nada más. Sólo le gustó.

Tratando de rescatar el momento, saqué de su escondite a diecinueve de sus flores favoritas y de su color favorito; cada una de ellas con exactamente veintiséis pétalos. Después de tantos años de admirar y contemplar su rostro, pude detectar una sonrisa que no era del todo real al momento de tomar las flores.

Dentro de mí, comenzaba a apagarse la fogata que, no importa qué, al día siguiente, después de un sueño, volvería a encenderse y a crecer más. Pero en ese justo momento, mientras mis puños se abrían poco a poco, mi garganta se cerraba, acortándole el oxígeno a esta fogata.

Avanzamos un poco y cruzamos a la izquierda. Nos esperaba nuestra comida ya servida, la cual estaba seguro que le iba a encantar pues era su favorita. Obviamente no la preparé yo pues conozco mis limitantes en el arte culinaria. Nuestra mesa estaba rodeada de las estrellas del cielo. Estoy seguro que eran todas pues las conté una a una al bajarlas.

Creo haber pisoteado alguna de ellas al dirigirnos a nuestra mesa. Juro qué fue un accidente.

Se me acababan los trucos y las sorpresas. A esas alturas, dentro de mí sólo quedaba una llama del tamaño de una vela. La brisa de la montaña la hacía temblar y tambalearse. Cenamos y aquellos puños nerviosos que cargaba al iniciar la velada, no eran más fuertes ni rígidos que las ramas de los árboles sobre nosotros.

Terminó nuestro encuentro y nos despedimos. Un beso en la mejilla y un gracias que traduje como un buen intento.

Cuando salió de mi vista, los puños regresaron. Pero no era entusiasmo ni ansias lo que apresaban.

Con esos puños recogí todo, lo ordené y lo regrese a su lugar. La mesa, los platos y cubiertos. El mantel. Las flores que de seguro olvidó al lado de la mesa. Las estrellas. Las conté de nuevo y sí, eran todas. Confirmé mi sospecha previa: había pisoteado una.

No la pensaba devolver. No por miedo a que alguien se diera cuenta y me culpara. Sino porque no merecía ser exhibida así, en ese estado. Prometí cuidarla desde esa noche.

Quizá todo el tiempo se trató de vulnerabilidad. No lo sé.

Lo que sí sé es que no fue suficiente.

La osa y la estrella

Una luz intensa, quizá la más brillante de todas, acarició suavemente el bosque a su paso. La gran mayoría de criaturas que lo habita no se percató de ello.

Una de las pocas despiertas era Ángela, la osa más joven de su manada. Quien con gran emoción, pensó que se trataba de esos trozos de piedra celestial que caen de vez en cuando. Corrió para averiguarlo. Sus cuatro patas, guiadas por su instinto, la llevaron hasta un cráter. Había cientos, no, miles de pequeños brillantitos esparcidos que irradiaban una paz penetrante para aquel que estuviera cerca. Una sensación nueva para Ángela. Sigue leyendo «La osa y la estrella»