Ángel de la Guarda. Capítulo IX

Terminé mi desayuno hace un buen rato ya pero la plática con el ángel continúa. Me ha recordado tantas cosas de mi infancia; algunas de las mejores aventuras vividas de niño, momentos felices y momentos tristes que para un adulto pueden hasta parecer bobearías.

Ángel ha sido cuidadoso de contarme y recordarme las cosas solamente desde mi punto de vista. Me aclaró que no me diría nada que los demás pensaron o sintieron en esos momentos que hemos recordado porque no quiere alterarme mis recuerdos.

«Contame del accidente. Del accidente donde perdí a Karen,» le digo a Ángel, mientras desconecto mi teléfono de su cargador y lo enciendo.

Él duda unos momentos y procede a relatarme el accidente. Ningún detalle nuevo. Me lo cuenta tal y cual lo recuerdo: el conductor del bus tuvo la culpa —no fui yo—, el bus impactó directamente el lado donde iba Karen y luego desperté en el hospital. Quiero preguntarle el por qué del accidente. O más bien, por qué tuve que perder a Karen. Se me ocurre, sin saber por qué, preguntarle también por qué mi madre murió al darme a luz, pero supongo que tampoco me lo dirá. «Ahora te pregunto nuevamente, ¿Por qué querés recordar?»

«No sé… sinceramente no sé… Por recordar mejor, por no tener recuerdos falsos o equivocados…» Doy un trago inmenso de saliva, «¿Y no decís que sabés lo que pienso y siento pues? ¿Por qué me preguntás si ya sabés?»

Ángel sonríe y responde, «Yo sí sé, pero creo que vos no. Quiero que estés seguro de saber.»

Sonrío de vuelta. «Porque solo recuerdos me van quedando.» La sonrisa se convierte en una mueca de decepción.

«Y ¿Por qué no me has preguntado aún sobre tus recuerdos con Karen?»

«No sé, quizá por ir en orden…» Ángel arquea ampliamente sus cejas, «O porque no sé si terminará siendo doloroso el recuerdo, en vez de agradable.»

Mi teléfono suena oportunamente, es mi papá. Creo que nunca lo había escuchado así de preocupado, ni siquiera con el primer accidente. Hablamos un rato y logro calmarlo; le digo que no ha sido mayor cosa, que, si acaso, quien salió más afectado fue el carro. Él aprovecha para regañarme nuevamente por no cambiar esa babosada y también me ofrece comprarme otro carro. Yo, nuevamente, le agradezco por la oferta y nuevamente la rechazo. Él sabe que me gusta ganarme las cosas yo mismo. Por la satisfacción más que por orgullo.

La conversación duró quizá una media hora. Al colgar con mi padre, le pregunto a Ángel que cómo le iba realmente a mi padre, que cómo estaba.

«No te lo diré… así como no te comenté nada adicional sobre tus recuerdos. ¿Por qué no aceptás lo que las personas te dicen? Más bien, ¿Por qué siempre querés ir más allá de lo que las personas comparten con vos? Siempre estás analizándolas… Juzgándoles y criticándoles.»

«Volvemos a lo mismo,» le respondo y ahora soy yo el que sonríe, «¿No que ya sabés lo que pienso y siento?» Suelto una carcajada y continuo, «¿Y por qué el sicoanálisis tan repentino?»

Me devuelve la sonrisa, «Sé que no siempre lo haces con malas intenciones. Y también sé que vos sabes que en algún lugar de tu mente está la respuesta a ello. Deberías descansar. Seguimos hablando luego.»

La verdad ya me había dado sueño de nuevo; asumo que por las pastillas, nuevamente. Subo a mi cuarto acompañado de mi computadora y del teléfono. Antes de acostarme, le llamo a mi jefe. Me dice que está haciendo lo posible pero que me espera trabajo acumulado para cuando regrese. Me despido con la sonrisa más hipócrita del mundo. A pesar que no me puede ver, he escuchado en algún lugar que hacer los gestos o expresiones faciales ayuda a sonar más convincente.

Cerote.

***

La lluvia me despierta. Estamos en pleno febrero, no es normal que llueva en El Salvador. Me acerco a la ventana y contemplo la lluvia. La mirada perdida y el cerebro apagado, solo recibiendo información. Infinitas gotas de lluvia entregándose al suelo y otras cuántas deslizándose por las ventanas. El sonido cálido de las gotas dejándose caer en el techo de la casa, en el suelo, en todo lo que encuentren en el camino hacia abajo. Este sonido a penas interrumpido, no, es adornado con truenos.

Sobre el techo del vecino veo un grupo de palomas, cinco para ser exactas. Jamás había visto que las palomas se mojaran… ¿O será que nunca lo había notado?

Me alejo del hipnotizante paisaje y regreso a la realidad. Reviso mi teléfono, son las cinco de la tarde. Me propongo firmemente no volver a dormir ya. Sin importar cuántas pastillas me tome. No puedo seguir con esta rutina de gato.

No hay señales de Ángel. Una extraña sensación de soledad nace en mí al buscarle por toda la casa. Trato de sacudirla de mi cabeza.

Enciendo mi computadora, hora de perder el tiempo en internet. Comienzo con Facebook. Me parece curioso —gracioso— que una amiga que solo tragedias dramáticas publica, ahora está de positiva. También un periódico nacional; en vez de publicar noticias de asesinatos está publicando cosas como «La mayoría de salvadoreños llegó con bien a sus trabajos». Creo —y espero— que les hayan «hackeado» la página pues de lo contrario me parecería un tanto burlesca y un tanto insensible. Realmente no se las hackean, sino que alguien dejó abierta alguna sesión o no fue lo suficientemente cuidadoso.

Sigo navegando en la red social y deja de parecerme curioso y gracioso. Todas las publicaciones que veo son así, positivas, alegres, agradecidas. Diciendo cosas obvias como «6.3M de salvadoreños aún están con vida», «A pesar de todo, la mayoría de pacientes es tratada en los hospitales», «Todas las rutas de buses están trabajando con normalidad», «El 90% de estudiantes sigue luchando porque el país progrese». Reviso la dirección del navegador, por si me he equivocado, y no, no me he equivocado. Abro Twitter y me topo con lo mismo. Apago la computadora.

Quisiera preguntarle Ángel qué está pasando. Doy una rápida búsqueda por la casa y no lo encuentro. Lo llamo un par de veces. Nada.

Alguien llama a la puerta. Insistentemente. Cómo detesto que la gente golpee así la puerta. Por otro lado, está lloviendo y quien sea que está ahí afuera se puede estar mojando.

«¿Quién es?» Nadie responde pero siguen tocando.

Dudo un poco y abro la puerta solo un poco.

Es Karen.

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Ángel de la Guarda. Capítulo VIII

Despierto y estiro los brazos, las piernas y, de una mueca, el rostro. El hombro me duele un poco. Son las ocho de la mañana.

Hora de irme a casa.

A todo esto, ni me había puesto a pensar en mi carro. Supongo que tendré que hacer centenas de trámites engorrosos en la PNC para recuperarlo, si es que quedó algo de él.

Me dirijo al baño. Recuerdo haber ido a orinar por la noche pero no recuerdo haber visto al ángel. ¿Lo habré imaginado todo? Salgo del baño y el doctor Contreras entra a la habitación. Preparo mi sonrisa falsa para la conversación que trae consigo.

Prácticamente me dice lo que ya me había dicho antes: que ya me puedo ir pero me puedo quedar más tiempo si quiero, que el dolor persistirá por tantos días, que me puede extender una incapacidad hasta por tres semanas si la necesito en el trabajo, que en la farmacia del hospital me darán todas las medicinas y que regresaré a una consulta de seguimiento. Aprovecho y le pregunto si por casualidad sabe qué pasó con mi carro. Me dice que averigüe con la policía.

Hago mi mejor esfuerzo por parecer agradecido y me despido del doctor. Él se retira y se lleva consigo esa alegría que me parece un tanto perturbadora —y para nada natural—. Procedo entonces a vestirme y preparar mis cosas ¿Y el ángel? Sigue leyendo «Ángel de la Guarda. Capítulo VIII»

Ángel de la Guarda. Capítulo VII

«No tengo un nombre específico. Me podés llamar como querás e incluso puedo cambiar mi apariencia al gusto,» me dice y sonríe. «Y sí. Puedo escuchar, o leer como la gente le dice, tu pensamiento.»

«Bueno. Te llamaré Ángel.»

Ya te dije que podemos comunicarnos telepáticamente. Y vaya, está bien. Recuerdo cuando te regalaron un gato y le pusiste Gato de nombre.

Ambos reímos. Ya ni me acordaba de mi gato angora.

Todas las posibilidades han pasado ya por mi cabeza: Que estoy soñando, que estoy drogado por tanto medicamento, que después de este segundo accidente haya quedado en coma y todo esto está solamente dentro de mi cabeza o incluso esto último pero del primer accidente, lo cual daría un poco de sentido a la ironía de repetir el mismísimo accidente.

Una a una, las preguntas van haciendo fila desde mi cabeza hasta mi boca. Quisiera ametrallarle con cada una de ellas. Pero prefiero jugar sereno. Intento hablar con él telepáticamente como él le acaba de llamar.

Me cuesta digerir la idea de hablar así con alguien. Puta, si me cuesta la idea de estar hablando con mi ángel de la guarda…

¿En serio? ¿Te vas a poner a probarme la moral o lo que sea que querés medir? He estado con vos casi toda tu vida. Sé lo que decís, lo que hacés y hasta lo que sentís. Ahora no me va a molestar una palabra soez. Y no. Yo no las voy a decir. ¿Por qué? Por respeto, no porque realmente sea alguna especie de pecado. Las malas palabras son un invento de ustedes y por ende, la maldad en ellas es relativa.

Mi cerebro trabaja en segundo plano como una computadora, esforzándose en procesar esta situación sobrenatural —¿religiosa?— En primer plano, estoy disfrutando esto. La verdad es fácil hablar con este supuesto ángel de la guarda. En especial así, telepáticamente.

¿Por qué esta apariencia? pregunto. Trato de ir en orden con las preguntas. Pero no me contesta. Se queda pensando unos instantes.

Vas a descubrir la respuesta a esa pregunta en tres días. Por la noche. Por cierto, la canción se llamaba When I Find Love Again. La canción cuyo nombre no alcancé a leer en este segundo accidente. Esto podría descartar la idea que esté imaginando todo esto, pues mi subconsciente no tendría forma de saber el nombre de la canción… a menos que ya hubiera leído el nombre de la canción en otra ocasión. Esto es real, Jonathan, me dice con seriedad y continúa, Vamos a seguir hablando más tarde, ahorita descansá para que sigás recuperándote.

«Solo una pregunta más,» trato de devolverle la seriedad. Me mira fijamente y se queda pensando nuevamente. No estoy seguro si es frustración o tristeza la que arruga el espacio entre sus ojos.

«También vas a saberlo en tres días. Por la noche.»

(¿Por qué te has revelado a mí y ahora?) Sigue leyendo «Ángel de la Guarda. Capítulo VII»

Ángel de la Guarda. Capítulo VI

Si yo no fuera reservado —prudente—, estaría carcajeándome… riéndome en la cara del tipo. La abertura de mis ojos delata la explosiva risa que he atrapado entre mis labios, los cuales están en plena lucha por saber cuál de los dos es el más fuerte.

«¿Mi ángel de la guarda?» Pregunto mientras muevo mi cabeza de lado a lado. Ahora solo tengo una llana sonrisa llena incredulidad —y quizá de decepción—. Él solo me mira fijamente y arquea su boca en una sonrisa tonta. Asienta la cabeza una vez y se marcha de la habitación.

Me quedo con la mirada en la puerta por unos instantes y luego pestañeo rápidamente mi vista hacia la realidad. Cuán absurdo. No sé si debería hablar con las enfermeras o el doctor al respecto. La voz del comentarista de ESPN ya me parece molesta y, con enojo entre mis dedos, apago el televisor desde el control remoto. Un vistazo más a mi teléfono y recuerdo nuevamente que la batería sigue a punto de morir. Aparto al teléfono de mi vista y de mi alcance. ¿Era alguna de broma? ¿De quién? Me acomodo en la cama para dormir un poco. Los relajantes musculares y yo no somos los mejores amigos. Sigue leyendo «Ángel de la Guarda. Capítulo VI»

Ángel de la Guarda. Capítulo V

La voz de una enfermera me regresa de poco en poco a la realidad; como cuando estás totalmente sumergido en una piscina y salís a la superficie. Todas esas reverberaciones acuáticas quedan ahogadas en los sonidos de la superficie. Todos esos sonidos de los sueños quedan cortados en algún lugar de nuestra cabeza, hermetizados en el subconsciente y enterrados bajo los sonidos de la realidad. Siendo mi realidad, la hora de las medicinas.

Dos pastillas y un vasito con agua. Con una gran mueca en mi rostro, me trago las pastillas y le digo a la enfermera que le agradecería si me llenara nuevamente el vaso con agua. Me tomo el segundo vaso con agua y la enfermera, quizá al ver mi rostro, me ofrece un tercer vaso con agua. Mientras lo tomo, ella sale de la habitación. El reloj de la pared me indica que son las diez y veinticuatro.

La adicción a las redes sociales me llama y me lleva a buscar mi teléfono en la mesa de la izquierda. El dolor despierta nuevamente en mi hombro y brazo derecho; esta vez, no entra enfermera alguna para asistirme. Paso al plan B, utilizar la mano izquierda. El problema con este plan está en la posición que tendría colocar mi brazo y en lo inútil que sé que soy con esta mano.

Lo dejaste a un lado. No lo volviste a meter.

Giro mi cabeza a la puerta de la habitación pero no veo a nadie. Pasan cuatro o cinco segundos infinitos y yo espero a que aparezca alguien, quien haya dicho eso. Mi mente me dice que alguien me está tomando el pelo. Para este entonces, ya siento a mi propio corazón latiendo con fuerza en mis oídos. Pestañeo varias veces y la pregunta si hay alguien ahí se queda a solo unos centímetros de mis sellados labios. Sigue leyendo «Ángel de la Guarda. Capítulo V»