Retratista

Barría suavemente con su meñique los residuos grises del borrador. Cuidadosamente, los llevaba hasta el borde de la mesa. A medida que su dedo se deslizaba sobre el papel, podía sentir los contornos del rostro ahí plasmado. Era un chico.

Era un chico con una leve sonrisa en sus labios y con nariz pronunciada. Esas eran las dos características que más resaltaban del retrato. A pesar que este estaba en blanco y negro, los ojos del chico eran sin duda alguna de color café. Su pelo, partido por un camino al lado izquierdo, era liso y negro. Un poco largo. Tal y como ella lo recordaba.

Se inclinó hacia su nueva obra mientras se ajustaba los lentes. Acababa de pasar el retrato a tinta y debía asegurarse que no quedara un solo trazo de lápiz. Comenzó desde el cabello y fue bajando lentamente, de lado a lado. Se detuvo unos momentos en la mirada del chico, perdida hacia un lado, pensando en algo que lo ha hecho sonreír. Continuó más abajo y llegó hasta la barba de tres días que ella le había dibujado y la revisó detenidamente. Es en estos lugares donde usualmente se esconde el grafito. Siguió revisando y llegó hasta el final del retrato, hasta los hombros del chico. Ella había escogido una chaqueta de cuero para él y, bajo de esta, una camisa de botones, de mezclilla.

Se puso de pie y sacudió sus manos en una franela que tenía justamente para eso. Luego, tomó el retrato con ambas manos por las esquinas inferiores y lo llevó hasta la luz del sol que entraba por la ventana en esa tarde de febrero. Quería revisarlo una última vez antes de dar por concluido el trabajo de tres días que inició el viernes, cuando salió del trabajo directo a su casa, emocionada, ansiosa por dibujar.

Él era un nuevo compañero que llegó al estudio esa misma semana. Ambos eran diseñadores y el viernes, durante el almuerzo, habían tenido su primera conversación real. Antes de eso, solo habían cruzado saludos y miradas.

El viernes fue un buen día para conocerse, pensaba ella; ninguno de los dos tuvo reuniones con clientes y, en los días anteriores, ya todos le habían dado el almuerzo de bienvenida a él. Ella solicitó ese apoyo —refuerzo— incondicional que solo las mejores amigas pueden dar y, juntas, llevaron a comer al chico, para que «conociera los alrededores del estudio».

Después del almuerzo, ella pasó la tarde viéndolo desde el otro lado de la oficina, en su escritorio, buscando el mejor ángulo para el retrato que comenzaría al salir de ahí. Sentía que tenían tanto en común. Sentía que podían llegar muy lejos y que ese retrato, que planeaba terminar antes del lunes, se convertiría en un muy lindo obsequio en algún momento, más adelante. Se imaginaba a sí misma preguntándole, «¿Recuerdas aquel viernes, al final de tu primera semana en el trabajo? Aquel, donde fuimos a almorzar con mi amiga.» Él le soreiría y asentiría con la cabeza. Luego, ella continuaría, «Pues, ese mismo día hice esto.» Él se quedaría atónito por unos segundos y, conmovido por el gesto, la abrazaría. Ella, entre sus brazos, le diría, «Desde ese día, sabía que íbamos a terminar juntos,» y se sentiría feliz de haber hecho algo tierno por él, de haber tenido la razón sobre ellos dos y de haberle acariciado el corazón con el retrato que ahora tenía en sus manos, bajo la suave luz del sol de un domingo en febrero.

Sabía que el retrato era perfecto, que había capturado el mejor ángulo de él. Pero le hacía falta un último detalle. Regresó el retrato a la mesa de dibujo y tomó su pluma favorita.

Lo firmó.

Lo firmó en la esquina inferior derecha y entonces, sí, estaba terminada su obra. Lo tomó una vez más con el mismo cuidado que antes y lo llevó hasta su gavetero. Ahí, aguardaría el momento perfecto que ella había imaginado para entregárselo, para entregarle un pequeño trozo de su emocionado corazón. Ahí, donde antes había guardado retratos similares que nunca fueron entregados. Ahí, donde no solo guardaba ropa, sino que también sus nobles y confiadas esperanzas. Ahí, donde poco a poco se han acumulado trozos de su emocionado corazón.

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Me diste vida

Me diste vida cuando te conocí.
Desearía mostrarte lo perplejo
y lo emocionado que me sentía
por este camino que, ese día,
recibimos.

Me cautivaste y tallé ese momento
donde otros recuerdos se han juntado,
aquí en mi corazón, donde no llega
mi mala memoria que tanto odias,
ahora.

Me hiciste dudar de mí mismo a veces;
si lo estaba haciendo bien o mal con vos.
Y aunque por orgullo, no te lo dije,
muchas veces, yo aprendí a tropiezos,
junto a vos.

Me seguís llenando de vida a diario.
Y a diario, sigo buscando un lugar
para todas tus cosas, en mi cabeza.
Y aunque no te vea a diario, hijo,
cada día me dices, “Lo hiciste bien”.

Un buen día para pasear el corazón

Un cálido sol nació a lo lejos,
y junto a ella, tranquila paseaba
una fría brisa susurrando: “Sí,
es un buen día. Saca el corazón.
Sácalo a pasear”

En camino, descubrió dos problemas:
El corazón no quería bajarse
de ese suave refugio en sus brazos
y no estaba segura de adónde ir…
¿A dónde llevas a un ermitaño?

Sus pies, sin querer, buscaron el parque
y su corazón se encogió en temor
con tantos otros jugando alrededor.
Ella lo notó y pensó en irse,
y llevárselo de vuelta a casa.

Pero la tímida y curiosa forma
en que el corazón miraba los otros,
le dijo con una grata sonrisa:
“Sigue siendo un buen día, míralo:
quiere jugar como niño otra vez”

Tras horas de ver y escuchar risas,
gritos y, por qué no decirlo, llantos,
decidieron regresar a casa.
Esta vez, el corazón sí se bajó
y lentamente, comenzó a caminar.

Su favorito

Terminó el concierto.

Frente a toda esa gente que había pagado por escucharla, recordó la canción de sus pasos subiendo las escalera, aquella que es su canción favorita. Recordó también que pretendía estar dormida, tan solo para escucharlo decir su nombre, ella no se contenía y llenaba de carcajadas la habitación.

Esa noche, el teatro estaba lleno pero de aplausos. A través de las luces sobre ella, miraba los palcos llenos y recordaba su asiento favorito: los hombros de él, desde donde hacía cientos de preguntas a diario. Él le sonreía, maravillado, por tal curiosidad sobre el mundo entero.

Y parecía que todo el mundo estaba en el teatro esa noche: familiares, amigos, compañeros de trabajo y muchos extraños. Recorría con una sonrisa todos los rostros frente a ella, uno a uno, sabiendo que no encontraría, entre ellos, su favorito, aquel rostro que, incluso marchito, sonreía, maravillado siempre por ella.

Quería escribir una historia feliz.
Comenzó a sondear, buscando inspiración,
y encontró recuerdos, aventuras diarias,
largas pláticas, cálidos silencios.

No quería escribir nuevamente de amor.
Pero solo podía visualizar
un par de ojos cafés, colgando sobre
un par de labios que le saben a miel.

Tal vez si escribiera sobre algo más,
algo externo, ajeno a ellos…
No salió nada del lápiz y el papel,
mientras que, de su boca, sí escaparon…
suspiros. Los de un enamorado.