Sostenía una taza con café caliente entre sus ajadas y suaves manos. Eran las cuatro y estaba en su habitual rincón: la tranquila buhardilla de la casa.
El sol le acompañaba ya y le compartía, con sus últimas fuerzas del día, un poco de calor. Esas tardes al final de octubre eran frías.
Entre sorbo y sorbo y a través del cristal, observaba a la gente en las calles. Recordaba cómo era andar con prisas, cómo era andar con el ceño fruncido y cómo era luchar contra los demás por llenar un espacio en el mundo.
Terminó su café como cada día, y, como cada día, comparó las situaciones: cada hora parece eterna cuando no tienes mucho qué hacer, debes vestir siempre una sonrisa para no alejar a los demás y en vez de luchar contra los demás, luchas contra ti mismo, contra tu propio cuerpo para poder llenar un espacio en el mundo.