Su nuevo día iba bastante bien hasta que sus ojos, como los de cualquiera, fueron encantados, atraídos por esa ventana. Seducidos por ese cristal en la pared.
Se acercó a él y su expresión cambió al ver cada detalle. Sus ojos recorrían centímetro a centímetro —y si fueran los de antes, lo harían milímetro a milímetro— el contorno de su rostro: desde el más alto de sus cabellos hasta sus ceñidos labios, donde una sonrisa acaba de fallecer.
«¿Qué me has hecho?» acusó al cuadro frente a él.
Su mirada siguió las grietas bajo su boca, en sus mejillas, a los lados de su nariz y, en especial, esas que parecen florecer en las esquinas de sus ojos. Por inercia, esos ojos oscuros se encontraron con sus dobles frente a ellos y a pesar de todo lo que sus labios y esas hendiduras expresaban, ellos decían algo más.
En ellos encontró un brillante orgullo que solo él entendía, la respuesta a esa pregunta y la resurrección de su sonrisa.