Bajo el foco

El silencio en la bodega parecía más solemne que de costumbre.

Don César encendió las luces y comenzó la ronda —ronda que decidió hacer porque el licenciado no se había  ido aún; de lo contrario, y con suerte, la haría cerca de la media noche. Cada paso rompía momentáneamente el silencio, esparciéndose rítmicamente  por los cien metros cuadrados que encerraban computadoras y otras cosas de las que el guardia entendía poco.

MEMORIAS RAM decía un rótulo al inicio del segundo pasillo. Don César lo pronunciaría MEMORIAS RAN aunque le corrigiesen una y mil veces. Él culparía a los sesenta y algo años que lleva sobre sus espaldas y a los estudios que dejó ignorados allá atrás.

Cruzó hacia el siguiente pasillo, ya iba por la mitad de ellos. DISCOS DUROS —Ese sí estaba fácil de leer. El foco al final de ese pasillo parpadeaba rápidamente, parecía nervioso. Don César le escuchaba zumbar. Si le informaba al licenciado que el foco necesitaba cambio, sería la tercera vez en las últimas dos semanas. Que mejor le diga alguno de los muchachos de ventas; de todos modos, rara vez venía a dar rondas en la noche. En lo oscuro. Era su trabajo pero prefería evitarse malentendidos en caso se llegara a perder algo. El foco zumbaba —casi gritaba— con más fuerza a medida que el guardia se acercaba. Sigue leyendo «Bajo el foco»

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Ángel de la Guarda. Capítulo VIII

Despierto y estiro los brazos, las piernas y, de una mueca, el rostro. El hombro me duele un poco. Son las ocho de la mañana.

Hora de irme a casa.

A todo esto, ni me había puesto a pensar en mi carro. Supongo que tendré que hacer centenas de trámites engorrosos en la PNC para recuperarlo, si es que quedó algo de él.

Me dirijo al baño. Recuerdo haber ido a orinar por la noche pero no recuerdo haber visto al ángel. ¿Lo habré imaginado todo? Salgo del baño y el doctor Contreras entra a la habitación. Preparo mi sonrisa falsa para la conversación que trae consigo.

Prácticamente me dice lo que ya me había dicho antes: que ya me puedo ir pero me puedo quedar más tiempo si quiero, que el dolor persistirá por tantos días, que me puede extender una incapacidad hasta por tres semanas si la necesito en el trabajo, que en la farmacia del hospital me darán todas las medicinas y que regresaré a una consulta de seguimiento. Aprovecho y le pregunto si por casualidad sabe qué pasó con mi carro. Me dice que averigüe con la policía.

Hago mi mejor esfuerzo por parecer agradecido y me despido del doctor. Él se retira y se lleva consigo esa alegría que me parece un tanto perturbadora —y para nada natural—. Procedo entonces a vestirme y preparar mis cosas ¿Y el ángel? Sigue leyendo «Ángel de la Guarda. Capítulo VIII»